PRIMERA LECTURA (1 Sam 16, 1b. 6-7. 10-13a)
David es ungido rey de Israel
Lectura del primer libro de Samuel.
En aquellos días, el Señor dijo a Samuel:
«Llena tu cuerno de aceite y ponte en camino. Te envío a casa de Jesé, el de Belén, porque he visto entre sus hijos un rey para mí».
Cuando llegó, vio a Eliab y se dijo:
«Seguro que está su ungido ante el Señor».
Pero el Señor dijo a Samuel:
«No te fijes en su apariencia ni en lo elevado de su estatura, porque lo he descartado. No se trata de lo que vea el hombre. Pues el hombre mira a los ojos, mas el Señor mira el corazón».
Jesé presentó a sus siete hijos ante Samuel. Pero Samuel dijo a Jesé:
«El Señor no ha elegido a estos».
Entonces Samuel preguntó a Jesé:
«¿No hay más muchachos?».
Y le respondió:
«Todavía queda el menor, que está pastoreando el rebaño».
Samuel le dijo:
«Manda a buscarlo, porque no nos sentaremos a la mesa mientras no venga».
Jesé mandó a por él y lo hizo venir. Era rubio, de hermosos ojos y buena presencia. El Señor dijo a Samuel:
«Levántate y úngelo de parte del Señor, pues es este».
Samuel cogió el cuerno de aceite y lo ungió en medio de sus hermanos. Y el espíritu del Señor vino sobre David desde aquel día en adelante.
Palabra de Dios.
Salmo responsorial (Sal 22, 1-3a. 3b-4. 5. 6 [R/.: 1b])
R/. El Señor es mi pastor, nada me falta.
V/. El Señor es mi pastor, nada me falta:
en verdes praderas me hace recostar,
me conduce hacia fuentes tranquilas
y repara mis fuerzas. R/.
V/. Me guía por el sendero justo,
por el honor de su nombre.
Aunque camine por cañadas oscuras,
nada temo, porque tú vas conmigo:
tu vara y tu cayado me sosiegan. R/.
V/. Preparas una mesa ante mí,
enfrente de mis enemigos;
me unges la cabeza con perfume,
y mi copa rebosa. R/.
V/. Tu bondad y tu misericordia me acompañan
todos los días de mi vida,
y habitaré en la casa del Señor
por años sin término. R/.
SEGUNDA LECTURA (Ef 5, 8-14)
Levántate de entre los muertos y Cristo te iluminará
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Efesios.
Hermanos:
Antes erais tinieblas, pero ahora, sois luz por el Señor.
Vivid como hijos de la luz, pues toda bondad, justicia y verdad son fruto de la luz. Buscad lo que agrada al Señor, sin tomar parte en las obras estériles de las tinieblas, sino más bien denunciándolas.
Pues da vergüenza decir las cosas que ellos hacen a ocultas.
Pero, al denunciarlas, la luz las pone al descubierto, y todo lo descubierto es luz.
Por eso dice:
«Despierta tú que duermes,
levántate de entre los muertos
y Cristo te iluminará».
Palabra de Dios.
Versículo antes del Evangelio (Cf. Jn 8, 12b)
Yo soy la luz del mundo —dice el Señor—;
el que me sigue tendrá la luz de la vida.
EVANGELIO (Jn 9, 1-41)
Él fue, se lavó, y volvió con vista
✠
Lectura del santo Evangelio según san Juan.
En aquel tiempo, al pasar, vio Jesús a un hombre ciego de nacimiento.
Y sus discípulos le preguntaron:
«Maestro, ¿quién pecó, este o sus padres, para que naciera ciego?».
Jesús contestó:
«Ni este pecó ni sus padres, sino para que se manifiesten en él las obras de Dios. Mientras es de día tengo que hacer las obras del que me ha enviado; viene la noche y nadie podrá hacerlas. Mientras estoy en el mundo, soy la luz del mundo».
Dicho esto, escupió en la tierra, hizo barro con la saliva, se lo untó en los ojos al ciego, y le dijo:
«Ve a lavarte a la piscina de Siloé (que significa Enviado)».
Él fue, se lavó, y volvió con vista. Y los vecinos y los que antes solían verlo pedir limosna preguntaban:
«¿No es ese el que se sentaba a pedir?».
Unos decían:
«El mismo».
Otros decían:
«No es él, pero se le parece».
El respondía:
«Soy yo».
Y le preguntaban:
«¿Y cómo se te han abierto los ojos?».
Él contestó:
«Ese hombre que se llama Jesús hizo barro, me lo untó en los ojos y me dijo que fuese a Siloé y que me lavase. Entonces fui, me lavé, y empecé a ver».
Le preguntaron:
«¿Dónde está él?».
Contestó:
«No lo sé».
Llevaron ante los fariseos al que había sido ciego. Era sábado el día que Jesús hizo barro y le abrió los ojos. También los fariseos le preguntaban cómo había adquirido la vista.
Él les contestó:
«Me puso barro en los ojos, me lavé y veo».
Algunos de los fariseos comentaban:
«Este hombre no viene de Dios, porque no guarda el sábado».
Otros replicaban:
«¿Cómo puede un pecador hacer semejantes signos?».
Y estaban divididos. Y volvieron a preguntarle al ciego:
«Y tú, ¿qué dices del que te ha abierto los ojos?».
Él contestó:
«Que es un profeta».
Pero los judíos no se creyeron que aquel había sido ciego y que había comenzado a ver, hasta que llamaron a sus padres y les preguntaron:
«¿Es este vuestro hijo, de quien decís vosotros que nació ciego? ¿Cómo es que ahora ve?».
Sus padres contestaron:
«Sabemos que este es nuestro hijo y que nació ciego; pero cómo ve ahora no lo sabemos; y quién le ha abierto los ojos, nosotros tampoco lo sabemos. Preguntádselo a él, que es mayor y puede explicarse».
Sus padres respondieron así porque tenían miedo a los judíos; porque los judíos ya habían acordado excluir de la sinagoga a quien reconociera a Jesús por Mesías. Por eso sus padres dijeron: «Ya es mayor, preguntádselo a él».
Llamaron por segunda vez al hombre que había sido ciego y le dijeron:
«Da gloria a Dios: nosotros sabemos que ese hombre es un pecador».
Contestó él:
«Si es un pecador, no lo sé; solo sé que yo era ciego y ahora veo».
Le preguntan de nuevo:
«¿Qué te hizo, cómo te abrió los ojos?».
Les contestó:
«Os lo he dicho ya, y no me habéis hecho caso; ¿para qué queréis oírlo otra vez?, ¿también vosotros queréis haceros discípulos suyos?».
Ellos lo llenaron de improperios y le dijeron:
«Discípulo de ese lo serás tú; nosotros somos discípulos de Moisés. Nosotros sabemos que a Moisés le habló Dios, pero ese no sabemos de dónde viene».
Replicó él:
«Pues eso es lo raro: que vosotros no sabéis de dónde viene, y, sin embargo, me ha abierto los ojos. Sabemos que Dios no escucha a los pecadores, sino al que es piadoso y hace su voluntad. Jamás se oyó decir que nadie le abriera los ojos a un ciego de nacimiento; si este no viniera de Dios, no tendría ningún poder».
Le replicaron:
«Has nacido completamente empecatado, ¿y nos vas a dar lecciones a nosotros?».
Y lo expulsaron.
Oyó Jesús que lo habían expulsado, lo encontró y le dijo:
«¿Crees tú en el Hijo del hombre?».
Él contestó:
«¿Y quién es, Señor, para que crea en él?».
Jesús le dijo:
«Lo estás viendo: el que te está hablando, ese es».
Él dijo:
«Creo, Señor».
Y se postró ante él.
Dijo Jesús:
«Para un juicio he venido yo a este mundo: para que los que no ven, vean, y los que ven, se queden ciegos».
Los fariseos que estaban con él oyeron esto y le preguntaron:
«¿También nosotros estamos ciegos?».
Jesús les contestó:
«Si estuvierais ciegos, no tendríais pecado; pero como decís “vemos”, vuestro pecado permanece».
Palabra del Señor.
COMENTARIO A LAS LECTURAS
BENEDICTO XVI, Ángelus, 2.III.2008
En estos domingos de Cuaresma, a través de los pasajes del evangelio de san Juan, la liturgia nos hace recorrer un verdadero itinerario bautismal: el domingo pasado, Jesús prometió a la samaritana el don del “agua viva”; hoy, curando al ciego de nacimiento, se revela como “la luz del mundo”; el domingo próximo, resucitando a su amigo Lázaro, se presentará como “la resurrección y la vida”. Agua, luz y vida: son símbolos del bautismo, sacramento que “sumerge” a los creyentes en el misterio de la muerte y resurrección de Cristo, liberándolos de la esclavitud del pecado y dándoles la vida eterna.
Detengámonos brevemente en el relato del ciego de nacimiento (cf. Jn 9, 1-41). Los discípulos, según la mentalidad común de aquel tiempo, dan por descontado que su ceguera es consecuencia de un pecado suyo o de sus padres. Jesús, por el contrario, rechaza este prejuicio y afirma: «Ni este pecó ni sus padres; es para que se manifiesten en él las obras de Dios» (Jn 9, 3). ¡Qué consuelo nos proporcionan estas palabras! Nos hacen escuchar la voz viva de Dios, que es Amor providencial y sabio. Ante el hombre marcado por su limitación y por el sufrimiento, Jesús no piensa en posibles culpas, sino en la voluntad de Dios que ha creado al hombre para la vida. Y por eso declara solemnemente: «Tengo que hacer las obras del que me ha enviado. […] Mientras estoy en el mundo, soy la luz del mundo» (Jn 9, 4-5). Inmediatamente pasa a la acción: con un poco de tierra y de saliva hace barro y lo unta en los ojos del ciego. Este gesto alude a la creación del hombre, que la Biblia narra con el símbolo de la tierra modelada y animada por el soplo de Dios (cf. Gén 2, 7). De hecho, “Adán” significa “suelo”, y el cuerpo humano está efectivamente compuesto por elementos de la tierra. Al curar al hombre, Jesús realiza una nueva creación. Pero esa curación suscita una encendida discusión, porque Jesús la realiza en sábado, violando, según los fariseos, el precepto festivo. Así, al final del relato, Jesús y el ciego son «expulsados» por los fariseos: uno por haber violado la ley; el otro, porque, a pesar de la curación, sigue siendo considerado pecador desde su nacimiento.
Al ciego curado Jesús le revela que ha venido al mundo para realizar un juicio, para separar a los ciegos curables de aquellos que no se dejan curar, porque presumen de sanos. En efecto, en el hombre es fuerte la tentación de construirse un sistema de seguridad ideológico: incluso la religión puede convertirse en un elemento de este sistema, como el ateísmo o el laicismo, pero de este modo uno queda cegado por su propio egoísmo. Queridos hermanos, dejémonos curar por Jesús, que puede y quiere darnos la luz de Dios. Confesemos nuestra ceguera, nuestra miopía y, sobre todo, lo que la Biblia llama el “gran pecado” (cf. Sal 19, 14): el orgullo. Que nos ayude en esto María santísima, la cual, al engendrar a Cristo en la carne, dio al mundo la verdadera luz.
* * *
BENEDICTO XVI, Ángelus, 3.IV.2011
El itinerario cuaresmal que estamos viviendo es un tiempo especial de gracia, durante el cual podemos experimentar el don de la bondad del Señor para con nosotros. La liturgia de este domingo, denominado «Laetare», nos invita a alegrarnos, a regocijarnos, como proclama la antífona de entrada de la celebración eucarística: «Festejad a Jerusalén, gozad con ella, todos los que la amáis; alegraos de su alegría, los que por ella llevasteis luto; mamaréis a sus pechos y os saciaréis de sus consuelos» (cf. Is 66, 10-11). ¿Cuál es la razón profunda de esta alegría? Nos lo dice el Evangelio de hoy, en el cual Jesús cura a un hombre ciego de nacimiento. La pregunta que el Señor Jesús dirige al que había sido ciego constituye el culmen de la narración: «¿Crees tú en el Hijo del hombre?» (Jn 9, 35). Aquel hombre reconoce el signo realizado por Jesús y pasa de la luz de los ojos a la luz de la fe: «Creo, Señor» (Jn 9, 38). Conviene destacar cómo una persona sencilla y sincera, de modo gradual, recorre un camino de fe: en un primer momento encuentra a Jesús como un «hombre» entre los demás; luego lo considera un «profeta»; y, al final, sus ojos se abren y lo proclama «Señor». En contraposición a la fe del ciego curado se encuentra el endurecimiento del corazón de los fariseos que no quieren aceptar el milagro, porque se niegan a aceptar a Jesús como el Mesías. La multitud, en cambio, se detiene a discutir sobre lo acontecido y permanece distante e indiferente. A los propios padres del ciego los vence el miedo del juicio de los demás.
Y nosotros, ¿qué actitud asumimos frente a Jesús? También nosotros a causa del pecado de Adán nacimos «ciegos», pero en la fuente bautismal fuimos iluminados por la gracia de Cristo. El pecado había herido a la humanidad destinándola a la oscuridad de la muerte, pero en Cristo resplandece la novedad de la vida y la meta a la que estamos llamados. En él, fortalecidos por el Espíritu Santo, recibimos la fuerza para vencer el mal y obrar el bien. De hecho, la vida cristiana es una continua configuración con Cristo, imagen del hombre nuevo, para alcanzar la plena comunión con Dios. El Señor Jesús es «la luz del mundo» (Jn 8, 12), porque en él «resplandece el conocimiento de la gloria de Dios» (2 Cor 4, 6) que sigue revelando en la compleja trama de la historia cuál es el sentido de la existencia humana. En el rito del Bautismo, la entrega de la vela, encendida en el gran cirio pascual, símbolo de Cristo resucitado, es un signo que ayuda a comprender lo que ocurre en el Sacramento. Cuando nuestra vida se deja iluminar por el misterio de Cristo, experimenta la alegría de ser liberada de todo lo que amenaza su plena realización. En estos días que nos preparan para la Pascua revivamos en nosotros el don recibido en el Bautismo, aquella llama que a veces corre peligro de apagarse. Alimentémosla con la oración y la caridad hacia el prójimo.
A la Virgen María, Madre de la Iglesia, encomendamos el camino cuaresmal, para que todos puedan encontrar a Cristo, Salvador del mundo.