PRIMERA LECTURA (Is 58, 7-10)
Surgirá tu luz como la aurora
Lectura del libro de Isaías.
Esto dice el Señor:
«Parte tu pan con el hambriento,
hospeda a los pobres sin techo,
cubre a quien ves desnudo
y no te desentiendas de los tuyos.
Entonces surgirá tu luz como la aurora,
enseguida se curarán tus heridas,
ante ti marchará la justicia,
detrás de ti la gloria del Señor.
Entonces clamarás al Señor y te responderá;
pedirás ayuda y te dirá: “Aquí estoy”.
Cuando alejes de ti la opresión,
el dedo acusador y la calumnia,
cuando ofrezcas al hambriento de lo tuyo
y sacies al alma afligida,
brillará tu luz en las tinieblas,
tu oscuridad como el mediodía».
Palabra de Dios.
Salmo responsorial (Sal 111, 4-5. 6-7. 8a y 9 [℟.: cf. 4a])
℟. El justo brilla en las tinieblas como una luz.
O bien:
℟. Aleluya.
℣. En las tinieblas brilla como una luz
el que es justo, clemente y compasivo.
Dichoso el que se apiada y presta,
y administra rectamente sus asuntos. ℟.
℣. Porque jamás vacilará.
El recuerdo del justo será perpetuo.
No temerá las malas noticias,
su corazón está firme en el Señor. ℟.
℣. Su corazón está seguro, sin temor.
Reparte limosna a los pobres;
su caridad dura por siempre
y alzará la frente con dignidad. ℟.
SEGUNDA LECTURA (1 Cor 2, 1-5)
Os anuncié el misterio de Cristo crucificado
Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios.
Yo mismo, hermanos, cuando vine a vosotros a anunciaros el misterio de Dios, no lo hice con sublime elocuencia o sabiduría, pues nunca entre vosotros me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y este crucificado.
También yo me presenté a vosotros débil y temblando de miedo; mi palabra y mi predicación no fue con persuasiva sabiduría humana, sino en la manifestación y el poder del Espíritu, para que vuestra fe no se apoye en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios.
Palabra de Dios.
Aleluya (Cf. Jn 8, 12b)
℟. Aleluya, aleluya, aleluya.
℣. Yo soy la luz del mundo —dice el Señor—;
el que me sigue tendrá la luz de la vida. ℟.
EVANGELIO (Mt 5, 13-16)
Vosotros sois la luz del mundo
✠
Lectura del santo Evangelio según san Mateo.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán?
No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente.
Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte.
Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa.
Brille así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en los cielos».
Palabra del Señor.
COMENTARIO A LAS LECTURAS
BENEDICTO XVI, Ángelus, 6.II.2011
En el Evangelio de este domingo el Señor Jesús dice a sus discípulos: «Vosotros sois la sal de la tierra… Vosotros sois la luz del mundo» (Mt 5, 13.14). Mediante estas imágenes llenas de significado, quiere transmitirles el sentido de su misión y de su testimonio. La sal, en la cultura de Oriente Medio, evoca varios valores como la alianza, la solidaridad, la vida y la sabiduría. La luz es la primera obra de Dios creador y es fuente de la vida; la misma Palabra de Dios es comparada con la luz, como proclama el salmista: «Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero» (Sal 119, 105). Y también en la liturgia de hoy, el profeta Isaías dice: «Cuando ofrezcas al hambriento de lo tuyo y sacies el alma afligida, brillará tu luz en las tinieblas, tu oscuridad como el mediodía» (58, 10). La sabiduría resume en sí los efectos benéficos de la sal y de la luz: de hecho, los discípulos del Señor están llamados a dar nuevo «sabor» al mundo, y a preservarlo de la corrupción, con la sabiduría de Dios, que resplandece plenamente en el rostro del Hijo, porque él es la «luz verdadera que ilumina a todo hombre» (Jn 1, 9). Unidos a él, los cristianos pueden difundir en medio de las tinieblas de la indiferencia y del egoísmo la luz del amor de Dios, verdadera sabiduría que da significado a la existencia y a la actuación de los hombres.
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FRANCISCO, 9.II.2014
En el Evangelio de este domingo, que está inmediatamente después de las Bienaventuranzas, Jesús dice a sus discípulos: «Vosotros sois la sal de la tierra… Vosotros sois la luz del mundo» (Mt 5, 13.14). Esto nos maravilla un poco si pensamos en quienes tenía Jesús delante cuando decía estas palabras. ¿Quiénes eran esos discípulos? Eran pescadores, gente sencilla… Pero Jesús les mira con los ojos de Dios, y su afirmación se comprende precisamente como consecuencia de las Bienaventuranzas. Él quiere decir: si sois pobres de espíritu, si sois mansos, si sois puros de corazón, si sois misericordiosos… seréis la sal de la tierra y la luz del mundo.
Para comprender mejor estas imágenes, tengamos presente que la Ley judía prescribía poner un poco de sal sobre cada ofrenda presentada a Dios, como signo de alianza. La luz, para Israel, era el símbolo de la revelación mesiánica que triunfa sobre las tinieblas del paganismo. Los cristianos, nuevo Israel, reciben, por lo tanto, una misión con respecto a todos los hombres: con la fe y la caridad pueden orientar, consagrar, hacer fecunda a la humanidad. Todos nosotros, los bautizados, somos discípulos misioneros y estamos llamados a ser en el mundo un Evangelio viviente: con una vida santa daremos «sabor» a los distintos ambientes y los defenderemos de la corrupción, como lo hace la sal; y llevaremos la luz de Cristo con el testimonio de una caridad genuina. Pero si nosotros, los cristianos, perdemos el sabor y apagamos nuestra presencia de sal y de luz, perdemos la eficacia. ¡Qué hermosa misión la de dar luz al mundo! Es una misión que tenemos nosotros. ¡Es hermosa! Es también muy bello conservar la luz que recibimos de Jesús, custodiarla, conservarla. El cristiano debería ser una persona luminosa, que lleva luz, que siempre da luz. Una luz que no es suya, sino que es el regalo de Dios, es el regalo de Jesús. Y nosotros llevamos esta luz. Si el cristiano apaga esta luz, su vida no tiene sentido: es un cristiano sólo de nombre, que no lleva la luz, una vida sin sentido. Pero yo os quisiera preguntar ahora: ¿cómo queréis vivir? ¿Cómo una lámpara encendida o como una lámpara apagada? ¿Encendida o apagada? ¿Cómo queréis vivir? Es precisamente Dios quien nos da esta luz y nosotros la damos a los demás. ¡Lámpara encendida! Ésta es la vocación cristiana.
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FRANCISCO, 5.II.2017
En estos domingos la liturgia nos propone el llamado Discurso de la montaña, en el Evangelio de Mateo. Después de haber presentado el domingo pasado las Bienaventuranzas, hoy destaca las palabras de Jesús que describe la misión de sus discípulos en el mundo (cf. Mt 5, 13-16). Él utiliza las metáforas de la sal y de la luz y sus palabras son dirigidas a los discípulos de cada época, por lo tanto también a nosotros.
Jesús nos invita a ser un reflejo de su luz, a través del testimonio de las buenas obras. Y dice: «Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Mateo 5, 16). Estas palabras subrayan que nosotros somos reconocibles como verdaderos discípulos de Aquel que es la Luz del mundo, no en las palabras, sino de nuestras obras. De hecho, es sobre todo nuestro comportamiento que —en el bien y en el mal— deja un signo en los otros. Tenemos por tanto una tarea y una responsabilidad por el don recibido: la luz de la fe, que está en nosotros por medio de Cristo y de la acción del Espíritu Santo, no debemos retenerla como si fuera nuestra propiedad. Sin embargo estamos llamados a hacerla resplandecer en el mundo, a donarla a los otros mediante las buenas obras. ¡Y cuánto necesita el mundo de la luz del Evangelio que transforma, sana y garantiza la salvación a quien lo acoge! Esta luz debemos llevarla con nuestras buenas obras.
La luz de nuestra fe, donándose, no se apaga sino que se refuerza. Sin embargo puede disminuir si no la alimentamos con el amor y con las obras de caridad. Así la imagen de la luz se encuentra con la de la sal. La página evangélica, de hecho, nos dice que, como discípulos de Cristo, somos también «la sal de la tierra (v. 13)». La sal es un elemento que, mientras da sabor, preserva la comida de la alteración y de la corrupción —¡en la época de Jesús no había frigoríficos!—. Por lo tanto, la misión de los cristianos en la sociedad es la de dar “sabor” a la vida con la fe y el amor que Cristo nos ha donado, y al mismo tiempo tiene lejos los gérmenes contaminantes del egoísmo, de la envidia, de la maledicencia, etc. Estos gérmenes arruinan el tejido de nuestras comunidades, que deben, sin embargo, resplandecer como lugares de acogida, de solidaridad, de reconciliación. Para unirse a esta misión, es necesario que nosotros mismos seamos los primeros liberados de la degeneración que corrompe de las influencias mundanas, contrarias a Cristo y al Evangelio; y esta purificación no termina nunca, se hace continuamente, ¡se hace cada día!
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FRANCISCO, 9.II.2020
En el Evangelio de hoy (cf. Mt 5, 13-16), Jesús dice a sus discípulos: «Vosotros sois la sal de la tierra […]. Vosotros sois la luz del mundo» (vv. 13,14). Utiliza un lenguaje simbólico para indicar a los que tienen intención de seguirlo ciertos criterios de presencia y testimonio vivo en el mundo.
Primera imagen: la sal. La sal es el elemento que da sabor y conserva y preserva los alimentos de la corrupción. Por lo tanto, el discípulo está llamado a mantener alejados de la sociedad los peligros, los gérmenes corrosivos que contaminan la vida de las personas. Se trata de resistir a la degradación moral y el pecado, dando testimonio de los valores de honestidad y fraternidad, sin ceder a los halagos mundanos del arribismo, el poder y la riqueza. Es «sal» el discípulo que, a pesar de los fracasos diarios ―porque todos los tenemos―, se levanta del polvo de sus propios errores, comenzando de nuevo con coraje y paciencia, cada día, para buscar el diálogo y el encuentro con los demás. Es «sal» el discípulo que no busca el consentimiento y la alabanza, sino que se esfuerza por ser una presencia humilde y constructiva, en fidelidad a las enseñanzas de Jesús que vino al mundo no para ser servido, sino para servir. ¡Y hay mucha necesidad de esta actitud!
La segunda imagen que Jesús propone a sus discípulos es la de la luz: «Vosotros sois la luz del mundo». La luz dispersa la oscuridad y nos permite ver. Jesús es la luz que ha disipado las tinieblas, pero aún permanecen en el mundo y en las personas. Es la tarea del cristiano dispersarlas haciendo brillar la luz de Cristo y proclamando su Evangelio. Es una irradiación que también puede provenir de nuestras palabras, pero debe fluir sobre todo de nuestras «buenas obras» (v. 16). Un discípulo y una comunidad cristiana son luz en el mundo cuando encaminan a los demás hacia Dios, ayudando a cada uno a experimentar su bondad y misericordia. El discípulo de Jesús es luz cuando sabe vivir su fe fuera de los espacios estrechos, cuando ayuda a eliminar los prejuicios, a eliminar la calumnia y a llevar la luz de la verdad a situaciones viciadas por la hipocresía y la mentira. Hacer luz. Pero no mi luz, es la luz de Jesús: somos instrumentos para que la luz de Jesús llegue a todos.
Jesús nos invita a no tener miedo de vivir en el mundo, aunque a veces haya condiciones de conflicto y pecado en él. Frente a la violencia, la injusticia, la opresión, el cristiano no puede encerrarse en sí mismo o esconderse en la seguridad de su propio recinto; la Iglesia tampoco puede encerrarse en sí misma, no puede abandonar su misión de evangelización y servicio. Jesús, en la última cena, pidió al Padre que no sacara a los discípulos del mundo, que los dejara allí en el mundo, que los protegiera del espíritu del mundo. La Iglesia se prodiga con generosidad y ternura por los pequeños y los pobres: este no es el espíritu del mundo, esta es su luz, es la sal. La Iglesia escucha el grito de los últimos y de los excluidos, porque es consciente de que es una comunidad peregrina llamada a prolongar en la historia la presencia salvadora de Jesucristo.
Que la Santísima Virgen nos ayude a ser sal y luz en medio del pueblo, llevando la Buena Nueva a todos, con la vida y la palabra.