Intervención de D. Juan M. Díaz Rodelas en el acto de presentación de la nueva edición del Leccionario de la Misa

Juan M. Díaz Rodelas

Rvdo. D. Juan M. Díaz Rodelas
Facultad de Teología S. Vicente Ferrer (Valencia)

Madrid, 11 de noviembre de 2015

Presentación de los leccionarios dominical (ciclo C) y feriales

Antes que nada deseo expresar mi satisfacción y mi alegría porque finalmente se ha logrado uno de los objetivos de la tarea que nos encomendaron los Obispos españoles hace ya casi 20 años a D. Domingo Muñoz, a un servidor y a un grupo de 22 biblistas de España y Latinoamérica: editar las lecturas que se proclaman en la Liturgia de la Iglesia con la traducción de la Sagrada Escritura que la Conferencia Episcopal adoptó el año 2010 como versión oficial.

En esta circunstancia valdría la pena recordar que, más allá de este objetivo, que comienza a lograrse con la edición de estos primeros 3 volúmenes de los leccionarios y podría calificarse de material, la vinculación de los leccionarios a una traducción completa de la Sagrada Escritura perseguía otro objetivo a mi entender sumamente importante y que el Cardenal Rouco expresó en su momento con las siguientes palabras: que “escuchado en las celebraciones litúrgicas, meditado en la oración personal y familiar, asimilado en la catequesis y en la enseñanza escolar de la religión católica, y estudiado en las ciencias eclesiásticas”, el texto de la Sagrada Escritura ayude “a conocer mejor y a amar con toda el alma a Jesucristo y a ser sus testigos en el  mundo”[1].

Puestos a recordar, puede ser útil traer a colación los criterios que presidieron las tareas de traducción de la Biblia que ha servido de base para la nueva edición de los leccionarios: El primero, de carácter general, ha sido el de respetar en lo posible la traducción ya existente sobre todo en el caso de los Salmos. En caso de los textos que no se proclamaban en la Liturgia, se debía intentar aplicar los mismos principios que, según todas las apariencias, habían presidido la traducción de los textos litúrgicos, es decir, la equivalencia dinámica y la máxima fidelidad al texto, teniendo en cuenta igualmente que muchos de los pasajes traducidos se proclaman en la Liturgia. El texto de referencia para la traducción no podía ser otro que el de los originales hebreo, arameo y griego, establecidos en las ediciones críticas; aunque, debido precisamente a la referida vinculación de la nueva traducción de la Sagrada Escritura a la Liturgia, se ha tenido presente la reciente versión latina de la Biblia conocida como Nova Vulgata, sobre todo para los casos más difíciles.

Ya han pasado 5 años y medio desde que la traducción de la Sagrada Biblia en fuera presentada en el marco del Congreso organizado para la ocasión en febrero de 2011. En este tiempo la Biblia de la CEE ha sido objeto de numerosas ediciones en varios formatos; en las nuevas ediciones se han introducido también algunas correcciones y mejoras evidentes. Estas han afectado, sobre todo, a las erratas, inevitables de algún modo en una obra tan voluminosa. Entre las mejoras cabe referirse a la  mayor correspondencia literal en las traducciones de los textos claramente paralelos, así como a la explicitación de algunas referencias que, por fidelidad al texto original, resultaban poco claras. El caso más evidente en este sentido es posiblemente el texto de Mt 1,25, donde, de acuerdo con el original, se había traducido en la primera edición: “Y, sin haberla conocido, dio a luz un hijo al que puso por nombre Jesús”, texto corregido en las ediciones posteriores explicitando la referencia a María como sujeto del verbo “dar a luz”: “Y, sin haberla conocido, ella dio a luz un hijo…”.

En toda esta labor han sido fundamentales las sugerencias de pastores y estudiosos de la Escritura, así como las de muchos lectores a través del buzón que se abrió en la correspondiente página web y, no en último término, el trabajo minucioso de los editores de estos leccionarios.

El papa Benedicto XVI recordaba en la Exhortación Apostólica postsinodal Verbum Domini que la Biblia es una palabra viva. Esto significa también que ninguna traducción puede pretender agotar la riqueza de la Palabra que Dios ha querido ofrecernos en palabras humanas. La traducción al latín realizada por S. Jerónimo en el s. IV y conocida como Vulgata, fue percibida como algo extraño en las Iglesias del Norte de África y de hecho, ni allí ni en otros lugares donde se hablaba el latín, logró desplazar del todo a las antiguas traducciones; además, fue objeto de varias revisiones, desde la realizada por Casiodoro en el s. VI, hasta las que ordenaron los papas Sixto V y Clemente VIII en el s. XVI y, después del Concilio Vaticano II, por el Beato Pablo VI y S. Juan Pablo II.

Quiero decir con ello, y termino, que, siendo evidentemente punto de llegada de un largo proceso, esta edición de los leccionarios es también es el punto de partida de un proceso mucho más vasto, que se confunde en cierto modo con el sigue la Iglesia, siempre en camino y siempre abierta a la escucha del Dios que, sobre todo en la Liturgia, sale amorosamente al encuentro de Hijos en los libros sagrados para hablar con ellos (cf. Dei Verbum 21).


[1] A. Mª Rouco Varela, Prólogo a la

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