«La verdad os hará libres»
Domingo 14 de febrero de 2016
El duelo entre Jesús y el diablo en el desierto es un pasaje fascinante. Jesús mismo debió contar a sus apóstoles esta experiencia espiritual, pues estaba solo cuando se retiró a orar y hacer penitencia. Digo experiencia espiritual porque Lucas dice expresamente que «el Espíritu lo fue llevando por el desierto, mientras era tentado por el diablo». Se deduce de sus palabras que las tentaciones no fueron un momento puntual, sino algo recurrente, tal como sucede al hombre. Sabemos además que las tentaciones de Cristo no se reducen a su estancia en el desierto. El evangelio de hoy termina con estas palabras premonitorias: «el demonio se marchó hasta otra ocasión».
El dramatismo de las tentaciones se debe no sólo a la escenografía que conlleva —las piedras, los reinos del mundo, el alero del templo con su monumental altura mirando hacia el Cedrón y la Gehenna—, sino al contenido de las tentaciones, en las que Satanás se viste, como hace con frecuencia, de ángel de luz para ocultar su verdadero ser: la mentira. Cristo le llama «padre de la mentira». El diablo es mentiroso por naturaleza. Y el pecado es engendrado en la mentira. Todo pecado es mentira, como el padre que lo engendra. Seduce al hombre con la apariencia del bien ilusorio, pero, una vez que ha sucumbido, le deja triste y desnudo.
En el duelo con Cristo, Satanás dice algo que revela su estrategia. Al mostrar a Jesús todos los reinos de la tierra, afirma: «Te daré el poder y la gloria de todo esto, porque a mí me lo han dado y yo lo doy a quien quiero» (Lc 4,6). Inmensa mentira. Satanás no es dueño de nada. Vive sólo del odio a Dios y de la envidia hacia el hombre, imagen de Dios. La tierra, sus habitantes, los reinos y la gloria pertenecen a Dios y al hombre que ha recibido la creación para que la cuide y conduzca a su meta. A lo sumo, el diablo puede adueñarse de la voluntad humana para usar de lo creado de modo egoísta. Prometer lo que no tiene es propio del Mentiroso por excelencia. Prometió a Adán y Eva el conocimiento del bien y del mal y ser como dioses, y los dejó desnudos de toda gloria y avergonzados de su propio cuerpo, creado en belleza y santidad por Dios. Detrás de cada pecado hay una promesa irrealizable.
Jesús derrota a Satanás con el único argumento que puede vencerlo: la apelación a Dios. En las tres tentaciones, Jesús no se deja seducir por el aparente bien que le ofrece su enemigo. Frente al hambre física, Jesús afirma que el hombre no vive sólo de pan, sino de la palabra de Dios; frente a la soberbia de la gloria y el poder mundano, Jesús sólo se arrodilla ante su Padre y le adora; frente a la vanidad de los signos extraordinarios que buscan el aplauso de los hombres, Jesús remata su argumento con un solemne «no tentarás al Señor tu Dios», que devuelve a Satanás a su oscuro reino.
La Cuaresma es una invitación a entrar en el desierto de la prueba para entrenarse en la lucha contra el mal. Decía san León Magno que la Cuaresma es un «combate de santidad». La vida del hombre es un permanente combate contra el mal en todas sus formas y Cristo nos ha enseñado a combatir experimentando él mismo la tentación. Dice san Agustín que «hubiera podido impedir la acción tentadora del diablo, pero entonces, tú, que estás sujeto a la tentación, no hubieras aprendido de él a vencerla». El hombre no está solo en la lucha, ni desarmado frente al enemigo. Posee el poder y las armas de Cristo para vencer la mentira que se esconde detrás de cada proposición del tentador. Por eso, sólo la verdad de Dios le ahuyenta, porque no soporta mirar cara a cara a la verdad, esa verdad, que, como dijo Jesús, tiene la capacidad de hacernos soberanamente libres.
✠ César Franco Martínez
Obispo de Segovia
Para profundizar con el Catecismo de la Iglesia Católica (CEC), según las indicaciones del Directorio homilético:
CEC 394, 538-540, 2119: la tentación de Jesús
CEC 2846-2949: “No nos dejes caer en la tentación”
CEC 1505: Cristo nos libra del mal
CEC 142-143, 309: la fe es sumisión a Dios, aceptación de Dios, respuesta al mal
CEC 59-63: Dios forma su pueblo sacerdotal por medio de Abrahán y del Éxodo