14 de junio de 2016.- Se titula Iuvenescit Ecclesia, «Rejuvenece la Iglesia», la carta de la Congregación para la doctrina de la fe a los obispos católicos sobre la relación entre jerarquía y nuevas asociaciones y movimientos eclesiales, aprobada por el Papa el pasado mes de marzo. Lo anticipó el cardenal prefecto Gerhard Ludwig Müller en la edición semana en lengua española de L’Osservatore Romano del pasado viernes 10 de junio.
Ya el título —explica el purpurado— muestra claramente «que la jerarquía y estas nuevas realidades tienen el objetivo de rejuvenecer a la Iglesia, es decir, son dones para renovar la vida de fe del pueblo de Dios». Y esto desmiente a quien sostiene que a Francisco no le gustan particularmente los movimientos. Por lo demás, comenta el prefecto, «a un Papa no puede dejar de gustarle lo que suscita el Espíritu en beneficio de tantos hombres, cuyo corazón espera a Dios, a menudo sin saberlo, y en favor de todo el pueblo de Dios, que es el primer destinatario de estos dones. Está claro que estos dones han sido a menudo una novedad arrolladora e, incluso, necesitada de purificación. Tal vez hayan sido como hijos venidos al mundo sin haber sido programados. Pero quien es verdaderamente padre y madre ama a los hijos una vez que han venido y provee a ellos como a los otros, y más todavía».
Y esto también hace posible conciliar las actividades de los movimientos, a menudo fuertemente identitarios, con las de un pontificado que ha hecho del abandono de la autorreferencialidad uno de sus fundamentos. Al respecto, el cardenal Müller se pregunta si es posible «desplazar fuera de sí el propio baricentro y amar, si no se tiene una identidad fuerte y bien delineada». Y la respuesta solo puede ser afirmativa, con la advertencia de que esto «debe realizarse no con presunción», sino «con respeto de los interlocutores». Mientras que, por el contrario, «cierta incapacidad de diálogo sincero nace precisamente de una debilidad identitaria y cultural». Por tanto, según el purpurado, «tener clara la propia identidad da gusto por el diálogo auténtico. Incluso porque el diálogo verdadero comienza siempre con un intercambio de dones entre dos identidades. De lo contrario, es solo una serie de monólogos, condimentada, quizá, con mucha cortesía». En cambio, prosigue en el razonamiento, «autorreferencialidad es la incapacidad de salir de sí mismo y de descubrir que la propia apertura se beneficia del encuentro con el otro respecto a nosotros. Pero es necesario salir de nosotros mismos, porque la realidad es más grande que nuestro pensamiento, como Francisco dice a menudo». Pero con una advertencia: prestar «atención, porque lo contrario de la autorreferencialidad no es el servilismo de quien realiza y basta».
Sin embargo, algunas realidades en la Iglesia parecen fatigadas al seguir el magisterio «en salida» de Francisco. Y sobre esto el prefecto del antiguo Santo Oficio tiene una idea precisa: «Es difícil —dice— mantener el paso de la profecía. Por lo demás, no es la velocidad del paso lo que cuenta. Lo importante es que todo el pueblo de Dios y todas las realidades de la Iglesia, un poco a la vez, cada uno con su paso y sus dones, incluso con sus debilidades, se encaminen en la dirección justa. Y esto no se realiza de modo eficaz sino con cierta laboriosidad y fatiga, con obediencia dialógica, y también muchas veces de modo dialéctico». Incluso porque «solo con el tiempo la profecía madura su verdad y revela su alcance». Y precisamente «por esto no es fácil comprenderla enseguida», es más, «a menudo implica un aspecto de “cruz”, tanto para quien la lleva como para quien la recibe». En efecto, «“salir” verdaderamente de sí mismo implica siempre el esfuerzo de salir de los propios planes y ámbitos tranquilizadores».
Sin embargo, entre las críticas recurrentes a Bergoglio está precisamente la de tener una relación muy diversa con las nuevas realidades de la que tuvieron sus predecesores. Pero también sobre este punto el purpurado alemán toma distancia. «Cada Papa —afirma— tiene sus dones y sus preferencias. Creo que Francisco está profundamente unido a Juan Pablo II y a Benedicto XVI en el deseo de valorar todas las novedades que el Espíritu suscita en la Iglesia. El ojo del Papa es el ojo vigilante y afectuoso de un padre que no solo sostiene sino que también, cuando es necesario, corrige. Y lo hace por el bien de sus hijos y en beneficio de ellos, ante todo».
Entonces, hay que preguntarse qué deberían hacer los movimientos para no caer en la tentación de encerrar al Espíritu dentro de esquemas autorreferenciales. Para Müller, los mejores maestros son los santos, que «en la historia de la Iglesia supieron conjugar, de modo siempre fecundo, continuidad y novedad. Fidelidad a la Tradición y apertura a lo nuevo que Dios pedía. Y lo hicieron poniéndose al servicio de la Iglesia y del bien auténtico de muchos hermanos y hermanas de su tiempo. Amándolos y acompañándolos realmente, cultivando en el corazón un amor cada vez más grande por el destino bueno de sus compañeros de camino. Y también reconociendo sinceramente los propios errores y dejándose corregir por la verdad y por el bien».
En todo caso, concluye el prefecto, «ponerse al servicio de un designio y de necesidades más grandes que las propias» representa «el mejor modo de salir de la tentación de la autorreferencialidad.
Y esto vale tanto para quien está llamado en la Iglesia a servir en la jerarquía como para los simples fieles, sin excluir a nadie».
(L’Osservatore Romano)