Sala Clementina del Palacio Apostólico Vaticano
Martes 28 de junio de 2016
Santidad:
Hoy celebramos la historia de una llamada que comenzó hace sesenta y cinco años con su ordenación sacerdotal, celebrada en la Catedral de Frisinga el 29 de junio de 1951. Pero, ¿cuál es la nota de fondo que recorre esta larga historia y que desde aquel primer inicio hasta hoy la domina cada vez más?
En una de las muchas hermosas páginas que Usted dedica al sacerdocio subraya cómo, en la hora de la llamada definitiva de Simón, Jesús, mirándolo, en fondo solamente le pide una cosa: «¿Me amas?» ¡Qué hermoso y verdadero es esto! Porque aquí, dice Usted, en ese «¿me amas?» el Señor fundamenta el apacentar, porque sólo si lo amamos Él puede apacentar a través de nosotros: «Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo” (cfr Jn 21, 15-19). Esta es la nota que domina toda una vida dedicada al servicio sacerdotal y de la teología que, no por casualidad, Usted ha definido como «la búsqueda del amado»; y esto es lo que Usted siempre ha testimoniado y lo que todavía sigue testimoniando: lo decisivo en nuestros días —soleados o lluviosos—, lo único de lo que se desprende todo lo demás, es que el Señor esté realmente presente, que lo deseemos, e interiormente estemos cerca de él, que lo amemos, que creamos realmente en él y creyendo lo amemos verdaderamente. Y este amor que nos llena el corazón, este creer, es lo que nos hace caminar seguros y tranquilos sobre las aguas, incluso en medio de la tormenta, tal como sucedió a Pedro. Este amor y este creer es lo que nos permite mirar hacia el futuro, no con miedo o nostalgia, sino con alegría, también en los años, ya avanzados, de nuestras vidas.
E mi permetto anche di dire che da Lei viene un sano e gioioso senso dell’umorismo.
Y así, viviendo y testimoniando hoy, de forma tan intensa y luminosa, este algo verdaderamente decisivo —tener el corazón y la mirada dirigidos hacia Dios— Usted, Santidad, continúa sirviendo a la Iglesia, nunca deja de contribuir con determinación y sabiduría a su crecimiento; y lo hace desde ese pequeño monasterio Mater Ecclesiae en el Vaticano que se revela así algo completamente diferente de uno de aquellos rincones olvidados en que la actual cultura del descarte tiende a relegar a las personas cuando, con la edad, sus fuerzas decaen. ¡Es todo lo contrario y esto, permita que lo diga con fuerza su sucesor, que ha elegido llamarse Francisco! Porque el camino espiritual de San Francisco comenzó en San Damiano, pero el verdadero lugar amado, el lugar donde latía el corazón de la Orden, allí donde fundó y donde finalmente entregó su vida a Dios era la Porciúncula, la «pequeña porción», el rinconcito al lado de la Madre de la Iglesia; al lado de María que, por su fe tan firme y por su vivir enteramente del amor y en el amor con el Señor, todas las generaciones llamarán bienaventurada. Por tanto, la Providencia ha querido que Usted, querido hermano, llegase a un lugar, por así decir, tan propiamente «franciscano» del que emana una calma, una paz, una fuerza, una confianza, una madurez, una fe, una dedicación y una fidelidad que me hacen tanto bien y que nos dan tanta fuerza a mí y a toda la Iglesia. Y me permito, que también de Usted tiene un sano y alegre sentido del humor.
El deseo con que me gustaría acabar es, por tanto, un deseo dirigido a Usted y al mismo tiempo a nosotros y a toda la Iglesia: que Usted, Santidad, siga sintiendo la mano de Dios misericordioso que lo sostiene, que pueda experimentar y testimoniarnos el amor de Dios; que, con Pedro y Pablo, pueda seguir regocijándose con gran alegría mientras camina hacia la meta de la fe (cfr 1 Pdr 1, 8-9; 2 Tm 4, 6-8)