A las 12 horas de hoy, solemnidad de la Asunción de la Virgen María, el Santo Padre Francisco se ha asomado a la ventana del estudio privado del Palacio Apostólico Vaticano para el rezo del Ángelus Domini con los fieles y peregrinos congregados en la Plaza de San Pedro.
Estas son las palabras pronunciadas por el Papa introduciendo la plegaria marina:
Antes del Ángelus:
[Texto original: italiano – traducción de Iglesiaactualidad]
Queridos hermanos y hermanas:
La página evangélica (Lc 1, 39-56) de esta fiesta de la Asunción de María al cielo describe el encuentro entre María y su prima Isabel, subrayando que «María se puso en camino y fue aprisa a la montaña, a un pueblo de Judá» (v.39). En aquellos días, María corría hacia una pequeña ciudad a los alrededores de Jerusalén para encontrarse con Isabel. Hoy, en cambio, la contemplamos en su camino hacia la Jerusalén celeste, para encontrarse finalmente con el rostro del Padre y volver a ver el rostro de su Hijo Jesús. Muchas veces en su vida terrena había recorrido zonas montañosas, hasta la última etapa dolorosa del Calvario, asociándose al misterio de la pasión de Cristo. Hoy la vemos llegar a la montaña de Dios, «vestida de sol, la luna por pedestal, coronada con doce estrellas» (Ap 12, 1) –como dice el Libro del Apocalipsis– y la vemos cruzar el umbral de la patria celeste.
Ha sido la primera en creer en el Hijo de Dios, y es la primera de nosotros en ser elevada al cielo en alma y cuerpo. Fue la primera en recibir y tomar en brazos a Jesús cuando era todavía niño y es la primera en ser recibida de sus brazos para ser introducida en el Reino eterno del Padre. María, la humilde y simple muchacha de un pueblo perdido en las periferias del Imperio romano, justamente porque ha recibido y vivido el Evangelio, es admitida por Dios a estar por la eternidad junto al Hijo. Es así que el Señor derriba a los poderosos de su trono y eleva a los humildes (cfr. Lc 1,52).
La Asunción de María es un misterio grande que se refiere a cada uno de nosotros, concierne nuestro futuro. María, de hecho, nos precede en el camino en la cual están encaminados aquellos que, mediante el Bautismo, han ligado su vida a Jesús, como María ligó a Él su propia vida. La fiesta de hoy nos hace ver al cielo; la fiesta de hoy preanuncia los “cielos nuevos y la tierra nueva”, con la victoria de Cristo resucitado de la muerte y la derrota definitiva del maligno. Por lo tanto, el regocijo de la humilde joven de Galilea, expresada en el cántico del Magníficat, se convierte en el canto de la humanidad entera, que se complace en ver al Señor inclinarse sobre todos los hombres y todas las mujeres, humildes criaturas, y llevarlos con Él al cielo.
El Señor se inclina sobre los humildes para elevarlos y esto lo hemos escuchado en el Magníficat, en el cántico de María. Y el cántico de María nos lleva también a pensar en tantas situaciones dolorosas actuales, en particular a aquellas, de las mujeres oprimidas por el peso de la vida y del drama de la violencia, de las mujeres esclavas de la prepotencia de los poderosos, de las niñas obligadas a trabajos deshumanos, de las mujeres obligadas a rendirse en el cuerpo y en el espíritu a la concupiscencia de los hombres. Pueda llegar lo más antes para ellas el inicio de una vida de paz, de justicia, de amor, en espera del día en el cual finalmente se sentirán tomadas por manos que no las humillan, sino con ternura las levantan y las conducen en el camino de la vida, hasta el cielo. María, una mujer, una joven que ha sufrido tanto en la vida, nos hace pensar a estas mujeres que sufren tanto. Y pidamos al Señor que Él mismo las lleve en sus manos por el camino de la vida y las libere de estas esclavitudes.
Y ahora nos dirigimos con confianza a María, dulce Reina del cielo, y le pedimos: «Danos días de paz, vigila sobre nuestro camino, has que veamos a tu Hijo, llenos de alegría en el Cielo» (Himno de las segundas vísperas).
Después del Ángelus:
[texto original: italiano – traducción de Iglesiaactualidad]
Queridos hermanos y hermanas:
A la Reina de la paz, que contemplamos hoy en la gloria celestial, quisiera encomendar, una vez más, las angustias y los dolores de las poblaciones que en tantas partes del mundo son víctimas inocentes de los conflictos persistentes. Mi pensamiento se dirige a los habitantes de Kivu del Norte, en la República Democrática del Congo, recientemente afectados por nuevas matanzas, que desde hace tiempo se perpetúan en el silencio vergonzoso, sin llamar ni siquiera nuestra atención. Lamentablemente forman parte de los tantos inocentes que no tienen peso en la opinión mundial. Que María obtenga para todos sentimientos de compasión y de comprensión; y deseo de paz y concordia.
Os saludo a todos vosotros, romanos y peregrinos que habéis llegado desde diversos países. En particular saludo a los jóvenes de Villadose, a los fieles de Credaro y a los de Crosara.
Os deseo una buena fiesta de la Asunción, a todos los que estáis aquí presentes, a quienes se encuentran en los lugares de veraneo, así como a todos aquellos que no han podido irse de vacaciones, especialmente a los enfermos, a las personas solas, y a quienes en estos días de fiesta aseguran los servicios indispensables para la comunidad.
Os agradezco el haber venido y por favor, no os olvidéis de rezar por mí.