Audiencia general: Santificado sea tu nombre

27 de febrero de 2019.– La audiencia general de esta mañana se ha celebrado a las 9.20 horas en la Plaza de San Pedro, donde el Santo Padre Francisco se ha reunido con grupos de peregrinos y fieles provenientes de Italia y de todo el mundo.

En el discurso en italiano, continuando con el ciclo de catequesis sobre el “Padre nuestro”, el Papa ha centrado su meditación en “Sia santificato il tuo nome” (pesaje bíblico Libro del Profeta Ezequiel 36, 22. 23).

Tras haber resumido su catequesis en distintos idiomas, el Santo Padre ha dirigido saludos particulares a los grupos de fieles presentes.

La audiencia general ha concluido con el canto del Pater Noster y la Bendición Apostólica.

Catequesis del Santo Padre

Queridos hermanos y hermanas, buenos días.

En nuestro itinerario de redescubrimiento de la oración del «Padre Nuestro», hoy profundizaremos la primera de sus siete peticiones, es decir, «santificado sea tu nombre».

Las invocaciones del «Padre Nuestro» son siete, fácilmente divisibles en dos subgrupos. Las tres primeras tienen el «Tú» de Dios Padre en el centro; las otras cuatro tienen en el centro el «nosotros» y nuestras necesidades humanas. En la primera parte, Jesús nos hace entrar en sus deseos, todos dirigidos al Padre: «Santificado sea tu nombre, venga tu reino, hágase tu voluntad»; en la segunda es Él quien entra en nosotros y se hace intérprete de nuestras necesidades: el pan de cada día, el perdón de los pecados, la ayuda en la tentación y la liberación del mal.

Aquí está la matriz de toda oración cristiana, -diría de toda oración humana- que está siempre hecha, por un lado, de la contemplación de Dios, de su misterio, de su belleza y bondad, y, por el otro, de sincera y valiente petición de lo que necesitamos para vivir, y vivir bien. Así, en su simplicidad y en su esencialidad, el «Padre Nuestro» educa a quienes le ruegan a no multiplicar palabras vanas, porque, como dice el mismo Jesús, «vuestro Padre sabe lo que necesitáis antes de pedírselo» (Mt, 6, 8).

Cuando hablamos con Dios, no lo hacemos para revelarle lo que tenemos en nuestros corazones: ¡Él lo sabe mucho mejor! Si Dios es un misterio para nosotros, nosotros, en cambio, no somos un enigma para sus ojos (cf. Sal 139, 1-4). Dios es como esas madres a las que les basta una mirada para entenderlo  todo de sus hijos: si están contentos o están tristes, si son sinceros u ocultan algo…

El primer paso en la oración cristiana es, por lo tanto, la entrega de nosotros mismos a Dios, a su providencia. Es como decir: «Señor, tú lo sabes todo, ni siquiera hace falta que te cuente  mi dolor, solo te pido que te quedes aquí a mi lado: eres Tú mi esperanza». Es interesante notar que Jesús, en el Sermón de la Montaña, inmediatamente después de transmitir el texto del «Padre Nuestro», nos exhorta a no preocuparnos y no afanarnos por las cosas. Parece una contradicción: primero nos enseña a pedir el pan de cada día y luego nos dice: «No andéis preocupados por vuestra vida, qué comeréis, ni por vuestro cuerpo, con qué os vestiréis» (Mt 6, 31). Pero la contradicción es solo aparente: las peticiones de los cristianos expresan confianza en el Padre. Y es precisamente esta confianza la que nos hace pedir lo que necesitamos sin afán ni agitación.

Por eso rezamos diciendo: «¡Santificado sea tu nombre!». En esta petición – la primera, ¡Santificado sea tu nombre! – se siente toda la admiración de Jesús por la belleza y la grandeza del Padre, y el deseo de que todos lo reconozcan y lo amen por lo que realmente es. Y al mismo tiempo, está la súplica de que su nombre sea santificado en nosotros, en nuestra familia, en nuestra comunidad, en el mundo entero. Es Dios quien nos santifica, quien nos transforma con su amor, pero al mismo tiempo también somos nosotros quienes, a través de nuestro testimonio, manifestamos la santidad de Dios en el mundo, haciendo presente su nombre. Dios es santo, pero si nosotros, si nuestra vida no es santa, hay una gran incoherencia. La santidad de Dios debe reflejarse en nuestras acciones, en nuestra vida. “Yo soy cristiano, Dios es santo, pero yo hago tantas cosas malas”; no, esto no vale. Esto también hace daño, esto escandaliza y no ayuda.

La santidad de Dios es una fuerza en expansión, y nosotros le suplicamos para que rompa  rápidamente las barreras de nuestro mundo. Cuando Jesús comienza a predicar, el primero en pagar las consecuencias es precisamente el mal que aflige al mundo. Los espíritus malignos imprecan: “¿Qué tenemos nosotros contigo, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a destruirnos? Sé quién eres tú: ¡el Santo de Dios!”(Mc 1, 24). Nunca se había visto una santidad semejante: no preocupada por ella misma, sino volcada hacia el exterior. Una santidad – la de Jesús- que se expande en círculos concéntricos, como cuando arrojamos una piedra a un estanque. El mal tiene los días contados, el mal no es eterno, el mal ya no puede hacernos daño: ha llegado el hombre fuerte que toma posesión de su casa (cf. Mc 3, 23-27). Y este hombre fuerte es Jesús, que nos da a nosotros también la fuerza para tomar posesión de nuestra casa interior.

La oración ahuyenta todo miedo. El Padre nos ama, el Hijo levanta sus brazos al lado de los nuestros, el Espíritu obra en secreto por la redención del mundo. ¿Y nosotros? Nosotros no vacilamos en la incertidumbre, sino que tenemos una certeza: Dios me ama; Jesús ha dado la vida por mí. El Espíritu está dentro de mí. Y esta es la gran cosa cierta. ¿Y el mal? Tiene miedo. Y esto es hermoso.

Síntesis y saludo en español

Queridos hermanos y hermanas:

La oración del Padrenuestro contiene siete peticiones. En las tres primeras, que se refieren al “Tú” de Dios, Jesús nos une a él y a sus más profundas aspiraciones, motivadas por su infinito amor hacia el Padre. En cambio, en las últimas cuatro, que indican el “nosotros” y nuestras necesidades humanas, es Jesús quien entra en nosotros y se hace intérprete ante el Padre de esas necesidades.

En su simplicidad y esencialidad, el Padrenuestro es modelo de toda oración porque contiene, a la vez, la contemplación de Dios, de su misterio, de su belleza y su bondad, como también una súplica atrevida de lo que necesitamos para vivir bien. Con esta oración Jesús nos enseña a confiar y a abandonarnos en Dios, que nos conoce, nos ama y sabe cuáles son nuestras necesidades.

Hoy consideramos la primera de estas súplicas, que dice así: «Santificado sea tu nombre». En ella expresamos toda la admiración de Jesús por la belleza y la grandeza del Padre, y su deseo de que todos lo conozcan y lo amen. Y presentamos también nuestro ruego de que su nombre sea santificado en nosotros, en nuestra familia, en nuestra sociedad y en el mundo entero.

Es Dios quien nos santifica; es él quien nos transforma con su amor; mientras nosotros, con nuestro testimonio de vida, manifestamos su santidad en el mundo, y hacemos presente su santo nombre.

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española venidos de España y Latinoamérica. Pidamos al Señor que con la fuerza de su santidad destruya el mal que aflige a nuestro mundo, y nos conceda vivir con la convicción de que su amor redentor, que ha vencido al maligno, no nos abandona nunca. Que Dios los bendiga. Muchas gracias.

* * *

Un pensamiento especial para  los jóvenes, los ancianos, los enfermos y los recién casados.

Os deseo a cada uno de vosotros que vuestra peregrinación a las tumbas de los santos apóstoles sea un estímulo para difundir con entusiasmo la novedad perenne del mensaje de salvación traído por Cristo a cada hombre, comenzando por los más alejados y desheredados.

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