Homilía de Mons. D. José Luis Retana Gozalo en su toma de posesión como Obispo de Salamanca

TOMA DE POSESIÓN DE LA DIÓCESIS DE SALAMANCA

Salamanca, 9  enero de 2022. Festividad del Bautismo del Señor

Estimado Señor Nuncio, Señores Cardenales, Arzobispos y Obispos, que me acompañáis en esta toma de posesión de la diócesis de Salamanca, como hermanos que comparten la solicitud por toda la Iglesia, en comunión con el Papa Francisco, al que agradezco vivamente este gesto de confianza.

Sres. Vicarios, miembros del Colegio de Consultores, Capitulares de esta Iglesia catedral basílica, Delegados y Directores de organismos diocesanos. Queridos hermanos y amigos sacerdotes, religiosos y religiosas, seminaristas; Sres. Alcaldes de Salamanca y Plasencia, Presidente de la Diputación, Subdelegada del Gobierno, Presidente de las Cortes, Presidente del Consejo Económico y Social de Castilla y León, autoridades políticas, judiciales y académicas, así como los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado. Autoridades todas con las que desde hoy deseo compartir, en colaboración leal, un servicio a las personas desde las instituciones que cada uno de nosotros representamos.

Queridos hermanos todos:

Mi ordenación episcopal en Plasencia tuvo lugar en la fiesta del nacimiento de Juan el Bautista. Celebramos esta toma de posesión en la fiesta del Bautismo de Jesús, con la que se concluye el tiempo litúrgico de la Navidad: tiempo de la luz de Cristo que disipa las tinieblas del mal. En el Evangelio vemos cómo  Juan, ante la insistencia de Jesús, accedió a bautizarlo.

            Juan reconoce su lugar en relación con el que corresponde a Jesús. “Yo no soy quien pensáis, pero mirad viene uno detrás de mí a quien no merezco desatarle la correa de sus sandalias” (cf. Act. 13, 25). Conviene que él crezca y que yo mengüe; es necesario que el Precursor deje el primer puesto a Jesús. Juan era solo la voz que clamaba en el desierto predicando la conversión para que el pueblo se dispusiera adecuadamente a recibir al Mesías. Hay un signo elocuente del lugar subordinado que ocupa Juan en relación con Jesús: Encamina sus discípulos al Señor a quien ha presentado como el Cordero que quita el pecado del mundo. Y desde la cumbre de su reconocimiento por el pueblo, va entrando en la penumbra hasta desaparecer definitivamente.

            Llaman la atención del Bautista, tanto la palabra valiente de denuncia y la llamada a la conversión como el estilo de vida que respalda la interpelación de su predicación. Ocupó humildemente el lugar del siervo que reconoce al Señor la precedencia. Ante la Luz del mundo que es Jesús, Juan se eclipsa. El Bautista en su predicación denunció las injusticias padecidas por los indefensos. No cedió ni a las amenazas ni a los halagos de los poderosos. Los pobres están en el corazón del Evangelio; como afirma el Papa Francisco: “Los pobres son un imperativo que ningún cristiano puede olvidar”.

            No es un mal espejo la figura de Juan para el comienzo del  pontificado del obispo en Salamanca. El ministerio episcopal consiste también en ser precursor del Señor, encaminando las personas al encuentro con Jesucristo; transparentar al que vino no a ser servido sino a servir y entregar la vida por todos; retirando nuestro “ego” del centro, pasando al último puesto. Estamos llamados a ocupar el lugar del siervo, ya que solo Jesús es el Señor. “El que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos”. El obispo está en medio de la grey como el que sirve. Es inseparable del rebaño, al que cuidará con solicitud y compartirá su misma suerte.

San Lucas observa que el pueblo estaba “a la espera” de un mundo diferente. No podemos aspirar a un mundo nuevo permaneciendo sumergidos en nuestros personales egoísmos. También Jesús, como tantos otros en la historia de la salvación, tuvo que dejar su casa, abandonar su tierra, su familia,  y sus ocupaciones habituales para ir al Jordán. Llega en medio de la muchedumbre que está escuchando al Bautista y se pone en la fila, como todos, a la espera de ser bautizado.

En el Jordán Jesús se muestra con una exquisita humildad, que nos hace recodar la pobreza y la sencillez del niño recostado en el pesebre de la Navidad y anticipa el gesto del lavatorio de los pies de sus discípulos y la terrible humillación que sufrirá clavado en la cruz. Jesús carga sobre sus hombros el peso de la culpa de toda la humanidad, y comienza así su misión poniéndose en nuestro lugar, en el lugar de los pecadores, en la perspectiva de la cruz.

El bautismo de Jesús en el Jordán, como esta celebración para mí,  marca el inicio de su ministerio público por los caminos de Palestina; un acontecimiento importante en la vida de Jesús, que formaba parte de la predicación apostólica, ya que constituía el punto de partida del conjunto de los hechos y de las palabras de las que los Apóstoles debían dar testimonio en su predicación.

Este Jesús es el Hijo de Dios que está totalmente sumergido en cumplir la voluntad del amor del Padre. Este Jesús es el hombre nuevo que quiere vivir y vivirse como hijo de Dios; el hombre que, frente al mal del mundo, elige el camino de la humildad y de la responsabilidad, elige asumir su misión no salvarse a sí mismo, sino ofrecer la propia vida.

Como Jesús, también yo me siento llamado por el Señor y cogido a su mano deseo que derrame su Espíritu para saber ofrecer su luz para nuestras cegueras, su libertad para nuestras esclavitudes, sin gritar, sin vocear, sin cascar la caña quebrada y sin apagar el pábilo vacilante. Poniendo el bálsamo del Señor en todas nuestras heridas. Ciertamente no hay esperanza pastoral sin este sacrificio de nosotros mismos, sin la ofrenda de nuestra pobreza y humildad para que el Señor, a través de nosotros, multiplique su gracia. Nuestra humildad y pobreza es la condición necesaria para vivir lo que somos, “sacramento de la esperanza de Cristo Pastor”. La sacramentalidad de un sacerdote y de un Obispo implica hacerse “nada” para que el Señor lo sea “todo”, “menguar” – como el Bautista – para que Él “crezca” (cf. Jn 3,30). Desde esa actitud  vengo a Salamanca a trabajar generosamente y a entregar la vida. “En esa nada  que compartimos con Jesús consiste la grandeza y debilidad del ministerio apostólico” (J. Ratzinger).

Esta tarde doy gracias a Dios que, a través de su Iglesia, me confía esta hermosa misión de llevar el mensaje de la salvación a nuestro pueblo. Me encomiendo a vuestras oraciones para que me siga manteniendo fiel a la tarea encomendada.

El Señor ha tenido tanto cuidado conmigo a lo largo de mi historia, a través de mi familia que me ha dado la vida y la fe, del afecto de mi pueblo Pedro Bernardo y su parroquia, de mis formadores del Seminario en Arenas, Ávila y Salamanca, de la Facultad de Teología de la Universidad Pontificia de Salamanca. Un recuerdo agradecido a don Felipe Fernández, que me ordenó sacerdote.

Saludo con afecto a los amigos sacerdotes venidos de tantos lugares: con los que he tenido relación unas veces de padre, otras de hijo, y siempre de hermano. A los consagrados y fieles laicos que desde los lugares en los que he vivido  y servido a Dios y a su Iglesia, habéis hecho el esfuerzo de haceros presentes en esta hermosa celebración. Compañeros de los Colegios Asunción de Nuestra Señora y de Pablo VI de Ávila, trabajadores de la Casa Grande de Martiherrero, parroquia del Inmaculado Corazón de María, y de mi querida parroquia de San Pedro Bautista. Y los amigos de la diócesis de Plasencia que, huérfana de nuevo, espera pronto un pastor, que el Señor, a través del eficaz trabajo de la Nunciatura, a buen seguro, enviará sin tardar./ Gracias a los amigos más íntimos, porque vuestros rostros y vuestra compañía es la concreción de cómo el Señor ha acompañado y cuidado amorosamente mi vida.

Queridos diocesanos de Salamanca, pueblo cristiano al que el Señor me envía como pastor: He sido nombrado Obispo vuestro. La Iglesia me  pide enseñar, sabiendo que yo debo ser el primer discípulo.  Me pide santificar, sobre todo mediante los sacramentos. Y me pide apacentar el rebaño, gobernar, guiar con la autoridad de Cristo al pueblo que Dios me ha encomendado. Una autoridad que es servicio y que se ejerce en nombre de Jesucristo. A través de los pastores de la Iglesia, Cristo apacienta su rebaño: lo guía y lo protege porque lo ama profundamente. Para ello pedid que mi relación personal y mi amistad con Cristo sea cada día más grande, de modo que el mismo Cristo conforme mi propia voluntad a la suya. Que mi modo de gobierno sea el servicio humilde y sencillo del lavatorio de los pies y que sepa cuidar de todas las ovejas del rebaño que se me ha confiado.

En nuestro bautismo, donde Jesús actúa mediante el Espíritu Santo, somos adoptados por el Padre celestial en una gran familia cuya madre es la Iglesia. La familia de Dios se construye en la realidad concreta de la Iglesia, en la que somos insertos en la gran familia de los hermanos. Todos formamos esa única Iglesia de Jesús; con osadía y sin miedo debemos hacer visible al Señor y a su Iglesia en la tarea de la evangelización que se nos encomienda. Poniendo en el centro de nuestros desvelos a los pobres, por los que Cristo mostró tan clara predilección y la Iglesia mira con amor preferencial; pido que yo sepa ser con ellos acogedor y misericordioso. Os invito a que juntos contemos a nuestros diocesanos la belleza que supone pertenecer a Cristo en la Iglesia y vivir cada una de las circunstancias de nuestra vida, también las más dolorosas, desde Él.

Y de nuestro bautismo brota el compromiso de “escuchar” a Jesús, es decir, de creer en él y seguirlo dócilmente cumpliendo su voluntad. De convertirlo en el centro de nuestra vida. De este modo cada uno puede tender a la santidad, una meta que, como recordó el Concilio Vaticano II, constituye la vocación de todos los bautizados. El Papa Francisco, ya en el nº 1º de Gaudete et exsultate nos lo recuerda: “El Señor lo pide todo, y lo que ofrece es la verdadera vida, la felicidad para la cual fuimos creados. Él nos quiere santos y no espera que nos conformemos con una existencia mediocre, aguada y licuada”.

Agradezco de corazón a todos los que habéis hecho posible la belleza de esta celebración litúrgica; a los responsables de la liturgia y el canto, el generoso trabajo de los voluntarios, protección civil, Cruz Roja. Y tantas tareas calladas, realizadas estos días, que agradezco.

Agradezco igualmente la presencia de los medios de comunicación. Habéis realizado una cobertura atenta y cordial desde el día de mi nombramiento. Estoy a vuestra disposición, para que podamos dar en nuestra diócesis las buenas noticias que desea escuchar el corazón de cada hombre.

Quiero agradecer de modo muy especial el trabajo, la dedicación y la disponibilidad de mi paisano y amigo don Carlos López,  que ha guiado esta Iglesia de Salamanca durante los últimos 18 años, y se ha entregado generosamente al servicio a la Iglesia diocesana; así como el trabajo de estos días del Colegio de Consultores y la Secretaría.

Esta responsabilidad que hoy se me confía no puedo realizarla yo solo, y deseo contar con todos vosotros. De modo especial con los sacerdotes, queridos hermanos y estrechos colaboradores en el cuidado del pueblo santo de Dios; valoro y aprecio de veras vuestro trabajo tantas veces silencioso y la fidelidad con que lo lleváis a cabo. Quiero estar cercano  al Seminario y a la Pastoral Juvenil y Universitaria; poned vuestra juventud al servicio de Dios y de los hermanos; seguir a Cristo implica siempre la audacia de ir contra corriente, pero vale la pena porque es el camino de vuestra propia felicidad.

La ruta la tenemos marcadas en las propuestas de la Asamblea Diocesana. Juntos intentaremos llevar a la práctica sus sabias orientaciones, intentando volver a las huellas de Jesús, con el deseo de enamorarnos de nuevo de Él, como centro de nuestra vida. Intentaremos una renovación espiritual, pastoral y de las estructuras de nuestra diócesis, discerniendo sinodalmente lo que el Espíritu dice a nuestra Iglesia en estos momentos de la historia, de modo que sepamos alentar la vida y la esperanza de las personas de nuestra Iglesia diocesana.

Es una bendición la abundancia que Salamanca tiene de monjas de clausura, a cuya poderosa oración me acojo confiado. Cuento con los todos los consagrados, que participáis tan activamente en la tarea evangelizadora de la Iglesia desde vuestros respectivos carismas; la diócesis y el mundo entero necesita vuestro testimonio y vuestra oración. Vivid vuestra vocación en la fidelidad diaria y haced de vuestra vida una ofrenda agradable a Dios. Como debéis hacerlo los diferentes movimientos eclesiales, y  los fieles laicos desde la tarea vocacional de cada uno a través de vuestra presencia en medio del mundo.

Para cumplir tan bella tarea ponemos mi ministerio pastoral bajo la protección de San Juan de Sahagún y Santa Teresa de Jesús, patronos de nuestra diócesis y de María, bajo la advocación de la Virgen de la Vega, a quien pedí ardientemente saber acompañaros y quereros como a hijos. Que el Señor os bendiga a todos.

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