Estamos en primavera, estación vital y juvenil por excelencia. El invierno ha muerto definitivamente. El estío se anuncia no muy lejano. En realidad, la vida no muere en el invierno, sino que permanece en estado latente. En primavera, esta misma vida, que estaba oculta, renace a modo de explosión cósmica, llenando hasta el último rincón de la naturaleza.
Hombre y naturaleza, vida humana y ciclos naturales, querámoslo o no han de ir juntos. Los hombres, en sus fiestas y celebraciones han seguido siempre el ciclo de la naturaleza. tanto en las culturas mediterráneas como en las del resto del globo, tanto en el hombre primitivo como en el medieval, siempre está de fondo el ciclo natural.
La Iglesia, que es madre y maestra, sigue también estos ciclos naturales. En torno al solsticio de invierno la Iglesia celebra el nacimiento de Cristo, Navidad, vida, esperanza, camino, verdad, salvación… En la Semana Santa, los cristianos celebramos algo más que la muerte y resurrección de Cristo. Celebramos el tránsito de la muerte a la vida. Y no solo en el Dios-Hombre, sino en la naturaleza. Semana Santa es a muerte como Pascua es a vida. Cristo muere para resucitar. La vida de agosta para renacer. El grano de trigo muere, pero para dar mil frutos. Sabido es que la Iglesia marca el solsticio de verano con la fiesta de San Juan Bautista. A partir de este día todo es madurez, cosechas, frutales, el ganado en puerto, el buen tiempo, vacaciones…
El ciclo primaveral comienza en torno a Santa Cruz de Mayo y termina en torno a San Juan. Son aproximadamente cincuenta días, como cincuenta días dura también el Tiempo Pascual. Como se verá, todo va unido. Por eso se le puede llamar a la primavera, la Cincuentena Pascual. Son cincuenta días de tránsito y de celebraciones escalonadas de la vida naciente, que cristaliza en decenas de romerías, rogativas y fiestas de guardar. San Isidro, la Ascensión, Pentecostés, Santísima Trinidad, Corpus Christi… son los mojones que marcan el camino.
RICARDO MUR SAURA