Liturgia de la Palabra para el Domingo XI del tiempo ordinario, año B

Lectura de la profecía de Ezequiel.

Esto dice el Señor Dios:

«También yo había escogido una rama de la cima del alto cedro y la había plantado; de las más altas y jóvenes ramas arrancaré una tierna y la plantaré en la cumbre de un monte elevado; la plantaré en una montaña alta de Israel, echará brotes y dará fruto.

Se hará un cedro magnífico.

Aves de todas clases anidarán en él, anidarán al abrigo de sus ramas.

Y reconocerán todos los árboles del campo que yo soy el Señor, que humillo al árbol elevado y exalto al humilde, hago secarse el árbol verde y florecer el árbol seco. Yo, el Señor, lo he dicho y lo haré».

Palabra de Dios.

R/.   Es bueno darte gracias, Señor.

        V/.   Es bueno dar gracias al Señor
                y tocar para tu nombre, oh Altísimo,
                proclamar por la mañana tu misericordia
                y de noche tu fidelidad.   R/.

        V/.   El justo crecerá como una palmera,
                se alzará como un cedro del Líbano:
                plantado en la casa del Señor,
                crecerá en los atrios de nuestro Dios.   R/.

        V/.   En la vejez seguirá dando fruto
                y estará lozano y frondoso,
                para proclamar que el Señor es justo,
                mi Roca, en quien no existe la maldad.   R/.

Lectura de la segunda carta del apóstol san Pablo a los Corintios.

Hermanos:

Siempre llenos de buen ánimo y sabiendo que, mientras habitamos en el cuerpo, estamos desterrados lejos del Señor, caminamos en fe y no en visión.

Pero estamos de buen ánimo y preferimos ser desterrados del cuerpo y vivir junto al Señor.
Por lo cual, en destierro o en patria, nos esforzamos en agradarlo.

Porque todos tenemos que comparecer ante el tribunal de Cristo para recibir cada cual por lo que haya hecho mientras tenía este cuerpo, sea el bien o el mal.

Palabra de Dios.

R/.   Aleluya, aleluya, aleluya.

V/.   La semilla es la palabra de Dios, y el sembrador es Cristo;
        todo el que lo encuentra vive para siempre.   R/.

Lectura del santo Evangelio según san Marcos.

En aquel tiempo, Jesús decía al gentío:

«El reino de Dios se parece a un hombre que echa semilla en la tierra. Él duerme de noche y se levanta de mañana; la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra va produciendo fruto sola: primero los tallos, luego la espiga, después el grano. Cuando el grano está a punto, se mete la hoz, porque ha llegado la siega».

Dijo también:

«¿Con qué podemos comparar el reino de Dios? ¿Qué parábola usaremos? Con un grano de mostaza: al sembrarlo en la tierra es la semilla más pequeña, pero después de sembrada crece, se hace más alta que las demás hortalizas y echa ramas tan grandes que los pájaros del cielo pueden anidar a su sombra».

Con muchas parábolas parecidas les exponía la palabra, acomodándose a su entender. Todo se lo exponía con parábolas, pero a sus discípulos se lo explicaba todo en privado.

Palabra del Señor.


COMENTARIO A LAS LECTURAS

BENEDICTO XVI, Ángelus, 17.VI.2012

La liturgia de hoy nos propone dos breves parábolas de Jesús: la de la semilla que crece por sí misma y la del grano de mostaza (cf. Mc 4, 26-34). A través de imágenes tomadas del mundo de la agricultura, el Señor presenta el misterio de la Palabra y del reino de Dios, e indica las razones de nuestra esperanza y de nuestro compromiso.

En la primera parábola la atención se centra en el dinamismo de la siembra: la semilla que se echa en la tierra, tanto si el agricultor duerme como si está despierto, brota y crece por sí misma. El hombre siembra con la confianza de que su trabajo no será infructuoso. Lo que sostiene al agricultor en su trabajo diario es precisamente la confianza en la fuerza de la semilla y en la bondad de la tierra. Esta parábola se refiere al misterio de la creación y de la redención, de la obra fecunda de Dios en la historia. Él es el Señor del Reino; el hombre es su humilde colaborador, que contempla y se alegra de la acción creadora divina y espera pacientemente sus frutos. La cosecha final nos hace pensar en la intervención conclusiva de Dios al final de los tiempos, cuando él realizará plenamente su reino. Ahora es el tiempo de la siembra, y el Señor asegura su crecimiento. Todo cristiano, por tanto, sabe bien que debe hacer todo lo que esté a su alcance, pero que el resultado final depende de Dios: esta convicción lo sostiene en el trabajo diario, especialmente en las situaciones difíciles. A este propósito escribe san Ignacio de Loyola: «Actúa como si todo dependiera de ti, sabiendo que en realidad todo depende de Dios» (cf. Pedro de Ribadeneira, Vida de san Ignacio de Loyola).

La segunda parábola utiliza también la imagen de la siembra. Aquí, sin embargo, se trata de una semilla específica, el grano de mostaza, considerada la más pequeña de todas las semillas. Pero, a pesar de su pequeñez, está llena de vida, y al partirse nace un brote capaz de romper el terreno, de salir a la luz del sol y de crecer hasta llegar a ser «más alta que las demás hortalizas» (cf. Mc 4, 32): la debilidad es la fuerza de la semilla, el partirse es su potencia. Así es el reino de Dios: una realidad humanamente pequeña, compuesta por los pobres de corazón, por los que no confían sólo en su propia fuerza, sino en la del amor de Dios, por quienes no son importantes a los ojos del mundo; y, sin embargo, precisamente a través de ellos irrumpe la fuerza de Cristo y transforma aquello que es aparentemente insignificante.

La imagen de la semilla es particularmente querida por Jesús, ya que expresa bien el misterio del reino de Dios. En las dos parábolas de hoy ese misterio representa un «crecimiento» y un «contraste»: el crecimiento que se realiza gracias al dinamismo presente en la semilla misma y el contraste que existe entre la pequeñez de la semilla y la grandeza de lo que produce. El mensaje es claro: el reino de Dios, aunque requiere nuestra colaboración, es ante todo don del Señor, gracia que precede al hombre y a sus obras. Nuestra pequeña fuerza, aparentemente impotente ante los problemas del mundo, si se suma a la de Dios no teme obstáculos, porque la victoria del Señor es segura. Es el milagro del amor de Dios, que hace germinar y crecer todas las semillas de bien diseminadas en la tierra. Y la experiencia de este milagro de amor nos hace ser optimistas, a pesar de las dificultades, los sufrimientos y el mal con que nos encontramos. La semilla brota y crece, porque la hace crecer el amor de Dios. Que la Virgen María, que acogió como «tierra buena» la semilla de la Palabra divina, fortalezca en nosotros esta fe y esta esperanza.

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Catecismo de la Iglesia Católica

CEC 543-546: el anuncio del Reino de Dios
CEC 2653-2654, 2660, 2716: escuchar la Palabra acrecienta el Reino de Dios

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