Atraídos y guiados por una estrella
Queridos hermanos y hermanas: Paz y Bien.
El profeta Isaías nos invita a levantar la mirada ante la luz que llega, como si amaneciese en la vida la gloria del Señor. Sin duda que las oscuridades con todas sus sombras seguirán, y las tinieblas cubren en demasía la faz de la tierra, pero hay una luz amanecida, una aurora resplandeciente, que pone en marcha los pies del desencanto para llenar de dones agradecidos la alabanza debida a Dios: incienso y oro. Así lo proclamaba el profeta en su canto de la luz a una resplandeciente Jerusalén que acoge a quien viene inmerecidamente a ella (cf. Is 60, 1-6).
Era la anticipación de un mensaje de salvación universal, que el apóstol Pablo dirá en la segunda lectura: todos son coherederos, miembros del mismo cuerpo de Cristo y partícipes de su promesa (Ef 3, 2-6). Estaban prefigurados estos magos de Oriente que vinieron a adorar a Jesús apenas nacido. El sentido de este viaje y de esta adoración, enmarca la apertura universal de la salvación que el pequeño Dios nacido virginalmente de María nos venía a traer a toda la humanidad, y no sólo a los habitantes de Belén que poco a poco fueron abriendo finalmente sus posadas cerradas para dar cabida a su Salvador. En aquellos magos estábamos todos representados, todos cuantos hemos venido en otro tiempo y hemos nacido en otro lugar. La Epifanía es la manifestación universal de una salvación que para todos los hombres de todas las épocas y de todos los lares Dios mismo nos brindó.
Aquellos astrónomos que viajaban desde todos sus orientes, vinieron atraídos por una estrella, es decir, se dejaron sabiamente provocar. Una estrella les guiñó y ellos se pusieron en camino. Supieron amar sus preguntas, y no las censuraron ignorándolas así como tampoco las domesticaron engañándolas. Las preguntas les pusieron en camino hacia la respuesta, y todas sus oscuridades encontraron en el destello humilde de una estrella el indicio de que su camino no sería en vano porque tenía verdaderamente una meta. Aquella luz atrayente era el pobre reflejo de la verdadera luminaria que Dios encendió en Belén al darnos a su propio Hijo. Llegaron y adoraron al Niño Dios. Reconocieron en aquel bebé al misterio resuelto de todos sus enigmas, de todas sus búsquedas, de todas sus preguntas. Y no pudieron por menos que regalarle cuanto llevaban de más noble, de más bello y de más valioso. Sus oros ante el Rey, sus mirras ante el Hombre, sus inciensos ante Dios. Porque todo eso era aquel pequeñín: el Rey de reyes, el Hijo del Hombre y el Hijo del buen Dios que se nos daba como camino en medio de nuestras encrucijadas, como verdad en medio de nuestras dudas y engañifas, y como vida en medio de nuestras muertes y nuestras heridas.
Herodes también tuvo noticia, y entonces se alarmó ante la posibilidad de que su carrera, su pretensión, su seguridad, su doble vida, pudiera quedar disminuida y corregida. Y, tal y como hemos oído en el Evangelio, les encargó a los Magos que investigaran, que recabaran datos, y que volvieran a contárselo para acudir también él a adorar al Niño. Sabemos que estaba fingiendo, y que organizó la primera matanza de inocentes de todo un pueblo, con un calculado y fallido exterminio, tratando de abortar la vida que ya había nacido. Los Magos y Herodes, pendientes de aquel Niño. Los Magos hallaron en la estrella la luz que les guió, y Herodes en su mal corazón encontró el paredón donde su insidia se estrelló.
Hoy es otra la cabalgata, y es otra también nuestra edad. Pero las preguntas de nuestro corazón no han cambiado, y tampoco la respuesta que en su Hijo Dios nos sigue dando. Toda la liturgia de este día gira en torno a la estrella que guió y acompañó a los Magos de Oriente. Es menester encontrar la estrella, la que el Señor enciende en nuestra vida para nuestro bien a través de las circunstancias que a menudo nos brindan los indicios que Dios señala. Son un discreto guiño de un camino a recorrer, o prudente advertencia de un camino que dejar, a fin de poder llegar a la luz para la que también nuestros ojos nacieron en el encuentro con el Niño que brilla más que el sol. Dichosa luz que nos brilla como la más dulce epifanía del amor paciente de Dios.
Venid, adoremos con nuestros dones también nosotros al que se nos ha dado como Don. Reconozcamos en Jesús a quien abraza todas mis preguntas respondiéndolas y en quien está la luz a la que me guía cuanto Él enciende en mis estrellas.
Evangelio
Mateo 2, 1-12
Jesús nació en Belén de Judea en tiempos del rey Herodes.
Entonces, unos magos de Oriente se presentaron en Jerusalén preguntando:
– «¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto salir su estrella y , venimos a adorarlo».
Al enterarse el rey Herodes, se sobresaltó, y todo Jerusalén con él; convocó a los sumos sacerdotes y a los escribas del país, y les preguntó dónde tenia que nacer el Mesías.
Ellos le contestaron:
– «En Belén de Judea, porque así lo ha escrito el profeta: «Y tú, Belén, tierra de Judea, no eres ni mucho menos la última de las ciudades de Judea, pues de ti saldrá un jefe que será el pastor de mi pueblo Israel»».
Entonces Herodes llamó en secreto a los magos para que le precisaran el tiempo en que había aparecido la estrella, y los mandó a Belén, diciéndoles:
– «ld y averiguad cuidadosamente qué hay del niño y, cuando lo encontréis, avisadme, para ir yo también a adorarlo».
Ellos, después de oír al rey, se pusieron en camino, y de pronto la estrella que habían visto salir comenzó a guiarlos hasta que vino a pararse encima de donde estaba el niño.
Al ver la estrella, se llenaron de inmensa alegría. Entraron en la casa, vieron al niño con Maria, su madre, y cayendo de rodillas lo adoraron; después, abriendo sus cofres, le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra.
Y habiendo recibido en sueños un oráculo, para que no volvieran a Herodes, se marcharon a su tierra por otro camino.