Homilía del Papa Francisco para el Domingo de Ramos 2024

Nota previa: Ofrecemos a continuación la traducción, realizada por nuestro equipo, de la homilía que el Santo Padre Francisco había preparado para la celebración litúrgica del Domingo de Ramos en la Pasión del Señor (24 de marzo de 2024) y que, finalmente, no fue pronunciada. Téngase en cuenta que, según ha señalado la Oficina de Prensa de la Santa Sede, «la homilía, al no haber sido pronunciada, no existe».

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En la Pasión hay un momento que, quizás como ningún otro, nos permite entrar en la mente y el corazón de Jesús; ver, además de su sufrimiento exterior, también su sufrimiento interior: es Getsemaní, que representa una “condensación” de toda la Pasión.

Allí el Señor suda sangre (cf. Lc 22, 44) pero, además de los sufrimientos del cuerpo, comienzan también los del alma: «Mi alma está triste hasta la muerte» (Mc 14, 34), dice a los suyos. Getsemaní marca también un punto de inflexión en sus relaciones: primero seguido por la multitud y rodeado de discípulos, desde ahora es tratado mal y dejado solo: los que, como Pedro, habían dicho dar la vida por él, huyen; «Todos –dice el texto– lo abandonaron y huyeron» (Mc 14, 50). Es más: en Getsemaní se produce la traición del amigo, que se manifiesta de la forma más dolorosa, con el beso de Judas (Mc 14, 45).

En esa soledad, decepcionado por todos, se abre un abismo de dolor en el corazón de Jesús. De hecho, el texto dice que “cayó en tierra” (cf. Mc 14, 35), tambaleándose, como abrumado por un peso insoportable. Es el pánico ante la Pasión que está a punto de afrontar y de la que pide al Padre que lo libere (cf. Mc 14, 36), pero es también el peso sobre él de un sentimiento de fracaso: ante el hombre, tan inconsistente y decepcionante, surge una pregunta inquietante: ¿y si todo este sacrificio fuera en vano? ¿Y si todo este amor no cambiara las cosas? Los evangelios hablan de una “lucha en la que entró Jesús” (cf. Lc 22, 44), como si percibiera sobre sí el peso del pecado del mundo, la agonía del rechazo del hombre. Siente «espanto y angustia» (Mc 14, 33). Él, que había invitado a no tener miedo (cf. Mt 10, 26 ss.), ahora siente miedo; Él, que vivía de la confianza (cf. Mt 6, 25 ss.), es asaltado por las dudas; Él, que acababa de decir a sus seguidores: «No se turbe vuestro corazón» (Jn 14, 1), se turba. Los verbos utilizados por el evangelista Marcos indican aislamiento, distancia, abandono y permiten vislumbrar el misterio de la extrema soledad, que Jesús gritará en la cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15, 34). Hermanos, hermanas, ¿cómo se explica todo esto? De una sola manera: el Señor atravesó este abismo de dolor, de fracaso, de miedo y de pecado para compartir plenamente nuestra condición humana y así salvarnos, no dejándonos ya solos, sino viniendo a redimirnos allí mismo, donde nos habíamos hundido. También a nosotros nos sucede que entramos en Getsemaní, en experiencias de oscuridad externa e interna, donde todo parece derrumbarse a nuestro alrededor: por una mala noticia, por una enfermedad, por la pérdida de un ser querido, por muchas razones. Pero ahora sabemos que ya no estamos solos: Jesús pasó por todo por nosotros. Y hoy nos muestra el camino para hacer nuestros jardines de resurrección en Getsemaní. Él, en la pérdida de todo horizonte y significado, se aferra al Padre, a su voluntad. Mientras los sentimientos se rebelan, él se aferra a la experiencia decisiva: la oración. En la noche más oscura deja espacio para esta luz. Y, firme en el Padre, transforma la Pasión que le infligimos en redención para nosotros. Nos enseña que siempre hay que encontrar a Dios, especialmente en los momentos de su aparente ausencia: porque, si le hacemos lugar, él llenará nuestro Getsemaní con su presencia. Por eso Cristo ora al Padre y pide a los discípulos que oren. Lleva consigo a Pedro, Santiago y Juan, los tres que lo vieron transfigurado en el monte, para acompañarlo desfigurado en Getsemaní. Y les insiste: «Quedaos aquí y velad» (Mc 14,34), «velad y orad» (Mc 14,38). La oración es la fuerza suave que permite a Dios cambiar nuestras vidas y nuestro mundo, es la puerta abierta que le permite entrar en la historia. Pero hay dos tentaciones que obstaculizan la llamada a la oración: el sueño y la espada.

El sueño. “Velad”, pide Jesús, y los discípulos se quedan dormidos. Su sueño es también un sueño del alma. Cierran los ojos ante el Maestro que sufre, ante el Señor que se ofrece, ante el mal del mundo que se enfurece contra Él. También para nosotros la tentación es cerrar los ojos, pensando que el mal consiste sólo en algo que hacemos, pero también es omisión, distancia e indiferencia. Dar la espalda, mantenerse apartados en lugar de ponerse de pie y apoyar con la oración la obra de Dios y de los que sufren con amor, es pecado. Debemos luchar contra el peligro de pensar sólo en nosotros mismos, contra el sopor del alma, contra el victimismo paralizante, contra nuestros ojos pesados ​​por las decepciones de la vida. Jesús busca aliados en su lucha: en Getsemaní acude tres veces a los discípulos, pero tres veces los encuentra dormidos. Su invitación no cambia: orar para permanecer despiertos. Sí, porque la oración despierta el sentido de la vida y abre los ojos al dolor propio y ajeno; da fuerza en la debilidad y nos permite permanecer conectados con Dios incluso en las situaciones más difíciles. Pero si no oráis, sucede como los discípulos, que primero duermen y luego huyen.

Y llegamos a la segunda tentación: la espada. En Getsemaní Cristo es «prendido con espadas y palos, como si fuera un bandido» (Mc 14, 48), pero asiste desconsoladamente al momento en que uno de sus hombres «desenvainando la espada, de un golpe le cortó la oreja al criado del sumo sacerdote» (cf. Mc 14, 47). Tantas enseñanzas y ejemplos, tanto amor predicado y vivido, parecen en vano. Jesús implora la suave fuerza de la oración y sus hombres toman la espada. Él dice pacientemente: «Envaina la espada: que todos los que empuñan espada, a espada morirán» (Mt 26, 52). No el sueño que lleva a escapar de los problemas, ni la espada que lleva a afrontar los problemas con ira y enojo, estos son los caminos de Jesús: nos pide que nos quedemos con Él, encarnando su mansedumbre.

Velad y orad. La invitación es en plural y es para nosotros. Mientras hoy muchos se consideran víctimas y casi ninguno culpable, mientras los cortocircuitos del odio hacen retroceder a la humanidad, la misión de los creyentes es dar testimonio de la salvación de Jesús, que nos pide no dejarnos adormecer por la indiferencia, no dejarnos abrumar por la intolerancia, no abandonar nuestra llamada: velar con Él y como Él en el Getsemaní de la humanidad, orar por los que no oran, hacer penitencia por los que rechazan el camino de la paz, ayudar a los que sufre, consciente de que la espada no soluciona nada; no mejora nada y lo empeora todo. Oremos, hermanos y hermanas: si no lo hacemos nosotros, ¿quién pondrá nuestro tiempo en manos de Dios? Mientras vivimos en una época despiadada, ¿quién da testimonio de su misericordia y amor? Nos corresponde a nosotros creer que los medios indicados por Jesús, débiles a los ojos del mundo, devuelven la luz a las tinieblas, como muestra la Pascua. Oramos, no para apaciguar a los nuestros.

Dios, que es amor, pero para apaciguar nuestro “yo”, tentado por el sueño de la indiferencia y la espada de la violencia. Estemos con Jesús: dediquémosle tiempo, dejémosle habitar nuestro tiempo.

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